Agustín
colecciona citas de libros, lo que piensa es una actividad abrumadoramente
solitaria. Todas las personas que ha conocido con su mismo nombre son algo
miserable, unas cosas patéticas. Lee libros y coloca pequeñas flechas en sus
pasajes favoritos, los que le dicen algo, como la voz eléctrica de un sonar que
se devuelve de profundidades oscuras nunca vistas por el ojo humano. Es posible
acercarse a alguien por los libros que lee, pero solo se les conoce realmente
por la lectura que hacen de esos libros, por las citas que eligen como
representantes de sus vidas. Los libros dicen siempre más de sus lectores que
de aquellos que les escribieron.
Luego,
Agustín transcribe cuidadosamente las citas, que dice son fragmentos de su
alma, a un cuaderno que le regaló Samir. Piensa en ese cuaderno como un bosque
de palabras, en el que aquella alma compasiva que le acompañe como testigo del
tiempo se adentrará, sus hijas largamente soñadas, de las que pasa el tiempo
eligiendo nombres, se adentrarán, y tendrán así una imagen más humana de ese
hombre retraído que es él.
Pero
Agustín no conoce a esa mujer, y esas niñas no existen más que en su mente,
como memoria de un pasado prohibido por la vida que aún no ocurre, que no
ocurrirá nunca. Y ese cuaderno no es sino un bosque de espanto, una marca
imborrable de su soledad. Un diario de su lectura destructiva de la vida.
Como
el nombre que dios se dio a sí mismo para existir y que fue vedado a los
hombres, como el ruah, el viento que
sopla en el desierto y que dio vida a la primer pareja humana para luego ser el
árido viento que impone la muerte, así Agustín se da a sí mismo esas palabras
que encuentra en otros para decirse que existe, como un Karamazov soportándolo todo para afirmar su existencia, diálogos
de muerto como refugio del azote cotidiano, que se repiten para formar con
frágiles manos de viento su personalidad. Sin embargo en horas más sinceras, su
mirada cae en pasajes crueles y reveladores: una cita de Cortazar anuncia que detrás de todas las respuestas y las
máscaras hay un agujero negro, y Coetzee sentencia que detrás de cada una de las puertas nos espera un nuevo horror.
Entonces él sabe que detrás de su última máscara no habrá un vacío, no habrá
una máscara infinita ni un rostro calcinado por el miedo, sino un nuevo horror,
aquel en el que cuelga sus máscaras y sus palabras al dormir, y que aflora como su
más sincero temor. El terror-carne, el terror-hoja-de-cuaderno, donde se
soportan las palabras que ha elegido. Esas palabras que son cristalizaciones de
su alma, pero el alma no es sino un supuesto, una ficción que espera ser
hallada, como las palabras de sus libros que esperan el advenimiento de ese
lector futuro. Pero ella no viene. Queda como dios, repitiéndose infinitamente
su nombre, absolutamente separado del mundo.
Hola, vengo a conocer tu blog. Espero seguir pasando. Te invito a que visites el mío, quizá te guste algo de lo que hay allá.
ResponderEliminarSaludos
Jacob.